Dr. Raúl Masino
Para el XIVº Simposio de la Sociedad Psicoanalítica de Córdoba, del 25
a 26 de Setiembre 2015.
Entre Eros y Tánatos….Narciso
(herido).
“Dentro de mi no hay nada,
solo una vida que anhela darse por terminada”
Esta es una frase que recuerda durante una sesión un paciente
de 17 años, sacada de una página de internet que se llama Desmotivaciones, que
dice, según él, mucho de sí mismo….
Si pudiéramos escoger un rasgo distintivo en el psicoanálisis
contemporáneo, probablemente habría acuerdo en situarlo en el terreno de los
problemas del duelo. Se puede observar en el curso de las entrevistas
preliminares, de ciertos analizandos, que no dejan ver en su demanda de
análisis los rasgos característicos de la depresión, pero sí elementos
relacionados con la neurosis de carácter y sus consecuencias sobre la vida
amorosa y la actividad profesional, apoyados estos conflictos sobre un
basamento de compromiso narcisístico.
Casi
siempre estos síntomas reflejan el fracaso de una vida afectiva amorosa o
profesional, que es la base de los conflictos más o menos agudos con los
objetos próximos. No es raro que el paciente cuente de manera espontánea una
historia personal, frente a la cual se piensa que habría debido o habría podido
situarse una depresión de la infancia, que el sujeto no acusa. Esta depresión,
que a veces tiene esporádicas traducciones clínicas, sólo saldrá a la luz en la
transferencia. Es una revelación de la transferencia. Revelación
de que algo siempre ha estado allí, algo “sabido pero no pensado”.
Podemos decir que existe una configuración depresiva
central, pero a menudo inmersa en otros síntomas que la disfrazan en mayor
medida. En el primer plano
se sitúa la problemática narcisista. El sentimiento de impotencia es nítido.
Impotencia para salir de una situación de conflicto; impotencia para amar, para
sacar partido de las propias capacidades, para aumentar sus conquistas o,
cuando esto se consigue, insatisfacción profunda con el resultado. Lo que esta depresión de transferencia indica es la repetición de una
depresión infantil.
El análisis es investido fuertemente por el paciente. Acaso
debemos decir el análisis, más que el analista, esto se traduce en una
desafección secreta, se percibe una incredulidad en la ayuda que le podría
brindar el análisis sin embargo no deja de venir. Esta posición se acompaña de
una idealización de la imagen del analista, a quien es preciso mantener tal
cual, inmovilizarlo y a la vez seducir, a fin de provocar su interés y su
admiración.
La seducción se produce por la procura intelectual, la
procura del sentido perdido, reafirmadora del narcisismo intelectual y que por
añadidura importa unas ofrendas preciosas hechas al analista. Tanto más cuanto
que esta actividad se acompaña de una gran riqueza de representaciones y de un
muy notable don de autointerpretación, que contrasta con el escaso efecto que
tiene sobre la vida del paciente, que se modifica poco, sobre todo en el plano
afectivo. El análisis le resbala como el agua sobre las plumas del pato.
En estos casos el
lenguaje del analizando adopta a menudo estilo narrativo. Su papel es conmover
al analista, hacerlo partícipe, tomarlo como testigo en el relato de los
conflictos con que se tropieza en el exterior. Es como un niño que contara a su
madre su jornada escolar y los mil pequeños dramas que ha vivido, a fin de
interesarla y de hacerla participar en lo que ha conocido en su ausencia.
Como se colegirá, el estilo narrativo es poco asociativo.
Cuando las asociaciones se producen, son contemporáneas de ese movimiento de
retirada discreta que hace decir que todo ocurre como si se tratara del
análisis de otro, que no estuviera presente en la sesión. El sujeto se
distancia, se desprende, para no ser invadido por el afecto de la re-vivencia,
ni por la reminiscencia. Cuando cede a estas, surge la desesperación, que se
muestra al desnudo. Es que el análisis lo expone al vacío, a un vacio que
suponemos nuclear y el acercarlos al mismo implicará uno de los momentos más
críticos en el tratamiento, es ni más ni menos que exponerlos al quemar del
hielo. Esto llevará mucho tiempo¡¡¡
Todo esto, y otros elementos más, inducen a pensar al
analista, que en la historia de estos pacientes ha ocurrido un trauma en su
economía narcisística. Es ahí cuando André Green construye en su teorización a
partir de la experiencia clínica, el complejo de la madre muerta.
Este se trata no de la muerte
real de la madre, sino a la madre muerta como una metáfora, atañe a la muerte
de una imago materna (representación de objeto) constituida en la mente del
hijo a consecuencia de una depresión materna, que transformó brutalmente el
objeto vivo, fuente de vitalidad del hijo, en
una figura lejana, átona, cuasi inanimada, que impregna de manera muy
honda las investiduras de ciertos sujetos que tenemos en análisis y gravita en
el futuro libidinal, objetal y narcisista. La madre muerta es entonces, contra
lo que se podría creer, una madre que sigue viva, pero que por así decir está psíquicamente
muerta a los ojos del pequeño hijo a quien cuida ella. La “madre muerta”
greeniana, dejó una huella “negativa” en su infante.
Surge una pregunta; ¿cuál es
el impacto desde un punto de vista estructural? Aparece lo que se conoce como
la “clínica del vacío” o la clínica de lo negativo. Green integra así la serie
“blanca”: alucinación negativa, psicosis blanca y duelo blanco, que son el
resultado de una desinvestidura radical, una retirada masiva y permanente, que
deja huellas en la inconsciente en la forma de “agujeros psíquicos” que serán
colmados por reinvestiduras, expresiones del Tánatos liberado así, por
debilitamiento de la investidura libidinal de Eros. Existe una desinvestidura
central del objeto primario, materno. Clínicamente vemos una “angustia blanca”
que traduce la pérdida experimentada en el nivel del narcisismo.
El rasgo esencial es que esta depresión blanca, se produce
en presencia del objeto, él mismo,
la madre, absorbida por un duelo. La madre por alguna razón se ha deprimido. La
variedad de factores es muy grande, puede estar relacionada con la pérdida de
seres queridos, o por una decepción que produce una herida narcisista en ella.
Los ejemplos abundan. En todos los casos, la tristeza de la madre y la
disminución de su interés por su hijo se sitúan en el primer plano.
Consecuencias estructurales: Esta oquedad, esta herida narcisista,
corresponde a la desinvestidura del objeto materno y una identificación con ese
objeto perdido, aunque más que con él, es con el vacío que él ha dejado, en el
núcleo se coloca un indiscutible desfallecimiento narcisista. Luego se observa en
estos sujetos el brotar de la pérdida de sentido de ser, está prohibido ser.
Esta situación puede llevar al niño a dejarse morir. También, con el tiempo y
como un segundo frente de defensas, se puede activar un odio a ese objeto con
el fin de mancillarlo y dominarlo, también desarrollan una búsqueda de excitación
autoerótica, placer de órgano sin ternura y sin piedad, pueden llegar a ser
inmisericordes con otros objetos, el otro no está ahí para amar sino para
gozarlo sin ningún apego; esto puede parecer histeria pero no lo es, uno se
puede confundir. La procura de un sentido perdido estructura, también, el
desarrollo precoz de las capacidades fantasmáticas e intelectuales del yo.
Existe un forzamiento de imaginar y de pensar, ni se juega ni se piensa con
libertad, aquí se busca la preservación de una capacidad para superar el
desconcierto. Se busca una prótesis de un pecho, a modo de un parche que
enmascare el agujero de la desinvestidura.
El encuentro analítico permite, por sus características,
evocar experiencias de otros tiempos y, aún más, experiencias que no pudieron
ser. Pienso que en el caso del paciente que padece del complejo de
madre-muerta, el encuentro analítico buscará descongelar dos experiencias.
Primero: “Matar a la madre muerta”. A propósito de esto,
Green menciona que el analista debe empeñarse en darle a la
madre muerta su “segunda muerte” pero que ésta se defiende como “la
hidra” que, una vez cortada su cabeza, aparecerán miles más. Esta alegoría da
cuenta de lo difícil de la elaboración del duelo blanco, y de la tremenda
resistencia a la que el analista se enfrentará. La clave está en el
enfrentamiento de la bestia ni más ni menos que en el escenario transferencial. De este modo, por más absurdo que parezca, el paciente va a hacer
todo lo posible para que el analista repita la historia de abandonarlo por otro
objeto libidinalmente más atractivo y así repetir el trauma ahora con un “analista muerto”. Green describe que en transferencia son
pacientes que generan un clima literalmente “frío”, distante, casi sepulcral,
clima invernal que está kilómetros de
distancia del cálido ambiente histérico, por lo que el analista estará
combatiendo continuamente su contratransferencia aletargada y sus ganas –conscientes o no- de desligarse de
su paciente. El término de contratransferencia “mortífera” es muy oportuno para
estos pacientes. Si, a pesar de todo, el
analista se protege en seguir vivo, pensante y hablante, la batalla se habrá
ganado, como consecuencia de la reparación de la urdimbre simbólica desgarrada
que este posicionamiento traería aparejado.
Segundo: “Revivir al hijo muerto”. Esta idea remite en
gestar funciones no conocidas hasta entonces por el sujeto, pero que estaban
“conservadas” (a la forma del sí-mismo verdadero winnicottiano) en busca de un
estímulo ambiental “suficientemente bueno” para desarrollarlas. El renacimiento
del hijo muerto implica el resurgimiento
de su idioma humano y su ser genuino; éste será el premio de la elaboración del
duelo congelado y la reactivación del interés por el mundo objetal. Para el
sujeto sufriente del complejo de madre muerta, esta búsqueda nueva implica en
primer término una reestructuración de la propia parte muerta y,
secundariamente, la búsqueda externa de
objetos, al fin más vitales que mortuorios, mas lúdicos que rígidos, es decir,
más susceptibles de evocar fenómenos transformacionales. Entiendo, con una
importante firmeza, que el análisis y el analista pueden dar respuesta a esta
cuestión.